hotel chelsea

Tengo muchas historias de hoteles; como aquella vez que tuve que compartir cuarto con una manada de cangrejos que salían por el lavabo, o la vez que habían dos alacranes caminando en círculos por el techo durante toda la noche mientras nadábamos en un viaje de calor, sexo, y ácido. O cuando desperté con la cara hinchada y un ojo cerrado por los piquetes de una extraña chinche y huí a toda velocidad dejando una nota escrita con champú sobre el espejo. Ninguna de éstas ocurrió en el Hotel Chelsea, pero quiero creer que Burroughs, Kerouac o Ginsberg vivieron viajes parecidos durante sus estancias en ese mítico hotel. 

Recuerdo también la vez en que el Hotel San Martín en Garibaldi pasó de ser un improvisado cuarto de edición al escenario propicio para la consumación de un amor adolescente. Ese lugar tampoco era Chelsea, pero el ambiente detrás de las pesadas cortinas de terciopelo, el humo denso de la mariguana y la música de Bob Dylan me hacen pensar que pudo serlo. Esa noche pudo haber sido como aquella en que Nancy Spungen murió apuñalada en el Chelsea, pero afortunadamente yo no soy Sid Vicious.

Tengo otra historia sobre el segundo peor hotel que he visitado en mi vida, donde a la entrada había un refrigerador con 10 caguamas y 3 coca colas. El vidrio de la recepción era antibalas y tenía clavados dos tiros. La habitación tenía agujeros por los que podíamos mirar a la pareja de al lado mientras nosotros hacíamos lo mismo, estúpidamente intoxicados y no precisamente de amor. Quiero creer que eso se parecía al Chelsea de los 80’s durante la explosión de la cocaína en Nueva York y las mafias puertoririqueñas peleándose a tiros con su contra-parte afroamericana. Quiero pensar que nosotros nos parecíamos a Kim Basinger y Mickey Rourke en 9 semanas y media – filmada en el Chelsea en 1986 – pero eso es absurdo. Seguramente Charles Bukowski alguna vez hizo un agujero en una de sus paredes para mirar a Patti Smith en el cuarto contiguo.

Hubo una ocasión en que improvisé una fiesta en mi cuarto del hotel y logré meter a poco más de 60 personas, un conjunto norteño y una caja de 20 botellas de ron Bacardí en un espacio de 25 metros cuadrados, donde la gente tenía que sujetarse de los techos para no caerse de las camas. Al día siguiente desperté, miré a mi alrededor y sólo había destrucción: colillas, botellas y mi compañero de cuarto dormido. Sólo pude ponerme los pantalones y huir. Aunque la fiesta parecía más como de Proyecto X y la música como de bautizo de hijo de narco amateur, quiero imaginarme que Los Ramones hicieron fiestas así en el Chelsea, y que de una de ellas surgió Like a drug I did before.

A menudo me pasan cosas estúpidas cuando viajo, como cuando fui a Río de Janeiro y llegué un día después del histórico concierto gratuito de los Stones en Copacabana, o cuando visité Niteroi para descubrir el Museo de Arte Moderno, cerrado por remodelación. O a la vez que fui al Museo Británico para encontrar que las exposiciones principales eran Los Tesoros Mayas y Pancho Villa y la Revolución Mexicana. Cuando fui a Nueva York la neblina era tan espesa que nunca pude ver el Empire State y por supuesto el estúpido Hotel Chelsea estaba cerrado por los cambios de administración. Lo único que rescaté de esa visita al Chelsea fue una mala fotografía de la placa dedicada a Leonard Cohen que decía I remember you well in the Chelsea Hotel. Después, mi compañera de viaje y yo entramos a un local junto al hotel y nos comimos las donas más deliciosas de mi vida. Mis memorias del Chelsea se reducen a esas donas.

En el 89 volví al Chelsea y le escribí una canción a una chica en el cuarto 305. Volví a enamorarla con mis líricas, la conmoví con mis gestos y la aniquilé con mis flaquezas para finalmente perderla otra vez, como siempre lo hago. Tiempo después intenté recuperar mis recuerdos en el Chelsea: las fotografías, las cintas de vídeo amateurs y las canciones que escribimos juntos, pero todo fue en vano, pues ella juró haberlas destruido aunque yo nunca le creí del todo. ¿Quién podría ser capaz de destruir cosas como esas?.

Aquella canción se convirtió en un one hit wonder y con el tiempo en un clásico de Universal Stereo. Yo, con la irreparable pérdida decidí hacer lo que peor me sale y me dediqué a morir lentamente, entre humo, vomito, botellas y canciones. Jamás entendí por qué el rock había muerto. De las cosas que recuerdo de mis días finales en el Chelsea es que me agarré a golpes con un japonés de pelo largo que decía ser DJ, y con un jovencito negro y delgado muy parecido a Michael Jackson. También un día le grité a una mulata travestida que era una puta y que se largara del tercer piso y ella me respondió: Puta como la verga.

Finalmente me extinguí en soledad por una extraña mezcla entre cirrosis, neumonía y algo venéreo, aunque los doctores dijeron que en realidad fue un simple infarto y los biógrafos un posible suicidio. Mi compañera de viaje decidió guardar silencio y nunca compartió nuestras memorias a la prensa. Decidí otorgarle las regalías por la obra escrita en el Chelsea y ella lo donó a albergues de perros y fundaciones feministas. Dicen que también le construyó un chalet a su madre en Cuernavaca. ¿Quién carajos construye chalets en Cuernavaca?. A mí me da un poco igual, pues en realidad esta historia en el Hotel Chelsea no me pertenece.

Texto: Isaac Torres

Foto: René Fragoso

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